sábado, 27 de noviembre de 2010

Mil cosas y ninguna a la vez

Fuimos a un sitio bonito. Rosa pidió un té tan raro que no recuerdo ni el nombre. Yo no sabía que había tantos tipos de té, tantos tipos de café ni tantos tipos de cerveza, así que no me calenté la cabeza y fui a lo fácil. Ponme un tercio. Normal, pero que esté bien frío. Añade unos cacahuetes al pack.

Hablamos de mil cosas y de ninguna a la vez.

Pagamos. Salimos a la calle. Aún eran las siete de la tarde. Dimos una vuelta por la ciudad. Mira este monumento, mira aquel, me gusta esta calle, odio esta plaza, ¿sabes la historia de ese edificio? Amaba el arte y la arquitectura de su ciudad y la conocía a la perfección, como si la hubiese fundado ella. ¿Por qué no te presentas a la Concejalía de Cultura? Yo te votaría. No puedes votarme porque no vives aquí. Tienes razón. Y así seguimos un par de horas.

Hablando de mil cosas y de ninguna a la vez.

Entramos a un restaurante. El mejor de la ciudad, dijo. Sabía mucho de arte pero poco de restauración. En términos culinarios, claro está. Ella pidió un solomillo ni muy hecho ni muy crudo, con una guarnición que no estuviese ni muy fría ni muy caliente. Puso especial hincapié en el punto de sal. Yo pedí cualquier cosa. Cuando probó su plato dijo que era fantástico, pero su expresión reveló que el solomillo estaba demasiado hecho y la guarnición demasiado destemplada. A la sal le faltaba un punto. ¿Quieres probarlo? No, gracias, si no después no me como lo mío. Cuando probé mi cualquier cosa descubrí que era la peor cualquier cosa que había probado nunca. Gracias a Dios tenían un concepto minimalista de las raciones y cuatro cucharadas bien podían vaciar el plato. ¡Me encanta este… algo! Y el vino está genial, se nota que es caro. ¿Vienes mucho por aquí? Sí, es mi sitio favorito. El trato es excepcional, la comida fantástica y el ambiente distinguido. Sí, ya veo. Me callé mi impresión sobre los camareros estirados, la superpoblación esnob y la mierda a precio de oro. Y así seguimos una hora.

Hablando de mil cosas y de ninguna a la vez.

Es muy tarde, ¿en serio te vas a ir al pueblo ahora? Si tienes un plan mejor me quedo. Fuimos a su piso. Abrió la puerta. Me acomodé en el sofá. ¿Qué bebes? ¿Un Brandy Eggnog, un Ruso Blanco, un Bossom Caresser? Ponme una ginebra con limón. No tengo ginebra. Pues una cerveza. ¿Sin alcohol? Es lo que me queda. Pues un vaso de agua. Eres un tipo curioso, ¿sabes? Eres diferente. ¿Ah sí? Gracias, me alegra saberlo. Además, tienes una mirada muy atractiva. Vaya, a mi también me gustan tus ojos. Y tus labios. ¿De verdad? Sí, no te lo diría de otra manera. Se estrecharon las distancias. Primero un río y después un océano.

Hicimos mil cosas y ninguna a la vez.

¿Te quedas a dormir? No, tengo que irme. Llámame, ¿eh? Descuida. Bajé a la calle. Encendí el cigarrillo de después. Pedí un taxi. ¿A dónde, señor? A cualquier sitio donde vendan comida. Anoche no cené. Paramos en una gasolinera. Compré unas empanadillas y un refresco. Ahora lléveme a casa. Usted manda. ¿Puedo comer en el coche? Sin problema. Durante los siguientes veinte kilómetros pensé en Rosa y eché de menos a Claudia. Pagué el taxi, subí las escaleras, entré en mi piso solitario y me acosté. Y así estuve hasta dormirme.

Pensando en mil cosas y en ninguna a la vez.